Me acostumbré a la soledad
Hay cosas que no planeamos, hábitos que se instalan en nuestra piel como tatuajes invisibles. Me acostumbré a estar sola. A vivir sola. No fue una decisión deliberada ni un acto heroico de independencia. Fue un resultado, una consecuencia de circunstancias que nunca pedí, pero que acepté con una resignación disfrazada de fortaleza.
Me acostumbré a no expresar mis emociones porque el mundo rara vez tiene tiempo para escucharlas. Me acostumbré a la nostalgia de mis padres, a ese vacío que se expande en las madrugadas donde el silencio se vuelve más cruel. Me acostumbré a resolverlo todo sola, a caminar sin compañía, a hacerme experta en la autosuficiencia porque el depender de alguien siempre pareció una debilidad.
¡Qué absurdo concepto de fortaleza tenía!
Me volví la persona que resuelve los problemas de los demás, pero que no tiene quien le pregunte cómo está. Me acostumbré a la incomprensión, a ese peso silencioso de sentirse invisible. Y lo peor no fue el sentirme sola, sino el acostumbrarme tanto a ello que ya no esperaba otra realidad.
Me acostumbré a crecer sola, a aprender lo que no sabía, a no pedir ayuda, porque ¿quién la daría sin condiciones? Me acostumbré a justificar el abandono propio bajo el argumento de que lo único importante era la esencia. La gran mentira del descuido personal. Olvidé mi cuerpo, mi vehículo físico, porque preocuparse por él parecía un lujo superficial.
Olvidé cómo se llora. Olvidé cómo se ríe. Me convertí en una especialista en mostrar la cara adecuada para que nadie preguntara qué pasaba detrás de ella. ¿Qué sentido tiene la vulnerabilidad si nadie quiere mirarla?
Pero hubo un escape. Uno pequeño, constante y personal. La orilla del mar. Ahí, entre el sonido de las olas y el viento que enreda los pensamientos, encontré mi única conversación honesta. Caminaba escuchando mi respiración, siguiendo el ritmo de esa música mental que me alejaba de la muchedumbre. En esos momentos entendí lo que realmente era: una introvertida con miedo a no encajar. Ironía pura, ¿no?
Y un día, sin previo aviso, pasó. Salí de la crisálida. No de golpe, no con un acto grandioso, sino con pequeños momentos de comprensión. Me entendí. Me acepté. Me liberé.
Quizá la libertad no sea el destino final, sino un proceso constante. Pero aquí estoy, en esta versión de mí que ya no se acostumbra al vacío.
No soy lo que me pasó. Soy lo que decidí después de ello. Al fin, libre.
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