En los últimos años, los conceptos de “propósito” y “sanar” han ganado protagonismo...
...en conversaciones personales, espacios terapéuticos, y discursos públicos. Sin embargo, su popularidad ha traído consigo una cierta distorsión. Se han convertido en palabras que se repiten con frecuencia, pero que muchas veces se vacían de contenido. Se habla de propósito como si fuera una revelación mística, y de sanar como si bastara con desearlo para que ocurra. En este contexto, conviene detenerse y mirar con mayor profundidad lo que realmente significan, y lo que implican en la experiencia humana.
Hablar de propósito no es hablar de una meta grandiosa ni de una vocación espectacular. No es necesario que esté vinculado a una carrera profesional, a un proyecto social, ni a una causa universal. El propósito, en su esencia, es una dirección interna. Es el hilo que conecta nuestras acciones con un sentido que trasciende lo inmediato. No siempre se presenta con claridad, y rara vez llega como una certeza absoluta. Más bien, se construye en el hacer, en la elección cotidiana, en el compromiso con aquello que nos mueve desde dentro.
Sanar, por su parte, no es un destino. Es un proceso que exige honestidad, paciencia y voluntad. Sanar no significa olvidar, ni borrar lo vivido. Tampoco implica alcanzar un estado ideal de bienestar permanente. Sanar es aprender a convivir con lo que nos ha dolido, a integrar las experiencias difíciles sin que definan por completo nuestra identidad. Es reconocer las heridas sin convertirlas en excusas, y permitir que el dolor se transforme en comprensión.
Ambos conceptos, propósito y sanar, comparten una característica fundamental: requieren acción. No se trata de esperar que algo externo nos rescate, ni de confiar en que el tiempo, por sí solo, hará el trabajo. El tiempo puede ser un aliado, pero no sustituye el movimiento interno. Sanar implica tomar decisiones, asumir responsabilidades, y a veces, confrontar verdades incómodas. Encontrar propósito exige explorar, equivocarse, y persistir incluso cuando el camino no está del todo claro.
En este sentido, resulta irónico que se haya instalado la idea de que basta con “esperar el momento adecuado” o “dejar que las cosas fluyan”. Si bien hay valor en la pausa y en la contemplación, también hay riesgo en la inacción disfrazada de paciencia. A veces, lo que llamamos “esperar” es simplemente miedo. Miedo a equivocarnos, a no estar a la altura, a descubrir que el propósito no es tan glamuroso como imaginábamos, o que sanar implica atravesar zonas de sombra que preferiríamos evitar.
La experiencia personal enseña que el propósito no siempre se encuentra en lo extraordinario. A menudo está en lo cotidiano: en cómo nos relacionamos, en cómo cuidamos, en cómo respondemos ante la adversidad. Y sanar no siempre se manifiesta como una transformación visible. Puede ser algo tan sutil como dejar de reaccionar con rabia, o como permitirnos sentir sin juzgarnos. Son gestos pequeños, pero profundamente significativos.
Aceptar que estos procesos son complejos y no lineales es parte del camino. Habrá momentos de claridad y otros de confusión. Habrá avances y retrocesos. Y en medio de todo ello, lo importante es no perder de vista que tanto el propósito como la sanación requieren presencia. No se trata de alcanzar un estado perfecto, sino de habitar con conciencia lo que somos, con nuestras luces y nuestras sombras.
En definitiva, hablar de propósito y de sanar es hablar de humanidad. Es reconocer que estamos en constante construcción, que el sentido no se impone desde fuera, y que el bienestar no se alcanza sin esfuerzo. Es comprender que no hay fórmulas mágicas, pero sí hay caminos posibles. Y que esos caminos se recorren con decisión, con humildad, y con la voluntad de no quedarse esperando que algo cambie por sí solo.
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